6/14/2020 0 Comentarios desde el refugioEn estos días, las paredes del apartamento son el refugio. Una puerta me separa de la locura de estos días, en los que - como en una pesadilla - el mundo se ha vuelto un lugar incomprensible. Cientos de ojos pululan por las calles, entran a los supermercados y transitan por las vías en los contados autos que circulan. Los rostros cubiertos por mascarillas de colores comunican la angustia de la incertidumbre. Yo ni siquiera hablo cuando salgo. Me limito a caminar (no tengo auto) y a elegir con premura lo que necesitamos en casa para sobrevivir.
Quién hubiera dicho que desde la noche buena del año pasado, desde la ventana del Hospital Oncológico, acompañando a mi hermana en lo que serían sus últimos dos meses de vida, lo que miraba era un futuro en el que iban a faltar tantas personas. Son cuatrocientos treinta y seis mil doscientos cincuenta y siete fallecidos hoy, a causa de complicaciones por el Covid-19. El 26 de enero fallecía en un hospital de Buenos Aires mi suegro, Aldo. Llevaba casi un año luchando con las consecuencias de un accidente cerebro-vascular y un mes más tarde fallecería mi hermana, Vielka. Una coincidencia bastante inverosímil nos mantuvo a mi pareja y a mi en situaciones similares por casi un año. En el caso de mi hermana, se trataba de un tumor agresivo que crecía en su cerebro a pasos agigantados. Glioblastoma Multiforme Grado 4, es un diagnóstico que conozco desde Septiembre de 2019, cuando en la sala de neurocirugía de la Caja del Seguro Social, un médico nos anunciara el fatal resultado de la biopsia. La vida nos estaba haciendo pasar por situaciones similares, en las que no podíamos comunicarnos con esas personas que habían cuidado de él y de mi desde que nacimos. Habíamos iniciado un duelo profundo, con tiempo suficiente para despedirnos, pero sin saber quién estaba del otro lado. El 29 de febrero de 2020, a las 2:15 de la tarde mi hermana dio su último suspiro, luego de escuchar un mensaje de voz de mi hijo, su ahijado, despidiéndose de ella. Era el final de meses de hospitales, ambulancias, médicos, exámenes, quimioterapia y muchísimos pasillos y salas de espera. Fue tal vez uno de los últimos sepelios de este año. Más de doscientas personas nos reunimos en el Jardín de Paz, para despedir a la gran Vielka Chu. Cuando bajaba el ataúd, sonaban los tambores del músico que fue su compañero por años, de sus alumnos de Bellas Artes y resonaban los pasos de baile de dos de sus alumnas de danza moderna y contemporánea. Los días que siguieron estuve con mi hijo, hasta que decidió viajar a la isla donde vive. Recuerdo haberlo dejado en un bus el 10 de marzo a las 6 de la tarde. Caminaba por la terminal con la sensación de que la vida era una sucesión de eventos a los que reaccionaba casi que instintivamente, como un boxeador sin plan, que solamente se dedica a evadir golpes de la mejor manera posible, con el único objetivo de no caer a la lona. Algo dentro mío quería tiempo para pensar un poco y descansar. Se terminaba el primer trimestre del año y no había podido disfrutar de mis vacaciones. La muerte de mi hermana había sido apenas el salir de un periodo de diez meses de incertidumbre y agonía. Eran las 6:35 de la tarde y mi hijo había partido, pero tenía planes de visitarlo en unas semanas, antes de iniciar el semestre universitario. A sus quince años, empezaba a viajar solo y yo quedaba un poco a la deriva respecto a su vida. Ya no me necesitaba y tenía la sensación de que me estaba diciendo adiós como su cuidadora. No sabía si caminar hacia el andén de los trenes, tomar un autobús hacia mi casa o a casa de mi hermana mayor, donde probablemente estarían mis otros hermanos reunidos. Caminé hacia el centro comercial para intentar encontrar algo en una tienda de regalos. Di un par de vueltas entre los anaqueles y de pronto vi algo que aun no supe entender. Las tres empleadas y el gerente miraban la televisión en silencio. La voz del reportero repetía “Es el primer caso de Coronavirus en Panamá”. Sigo pensando que ese anuncio tenía algo de irreal, y eso fue quizás lo que me hizo salir de la tienda, como para no contagiarme de lo que pasaba en los rostros de las vendedoras y el gerente. Les dejaba en otra realidad y yo decidía seguir en la normalidad, o - más bien - en lo que pensaba que debía ser la realidad, a lo que creí estar enfrentando. Recuerdo entrar en una tienda más grande, donde la gente danzaba en medio de vestidos y zapatos. Los colores eran como un sueño y - por un momento - imaginé realidades de distintos colores. Pensaba que podía elegir de qué color quería vivir y que habrían ropas y zapatos que determinaban cuan rosa o verde quería estar. Recuerdo tener una pijama gris en la mano cuando sonó mi teléfono. Lo busqué rápidamente, pensando que mi hijo podría necesitar alguna cosa, pero al ver la pantalla supe que llamaban de casa de mi hermana. Me esperaban para cenar y estaba de cumpleaños mi sobrina. Cuando colgué, me decidí por el pijama que tenía en la mano y lo hice envolver para regalo. Nunca supe por qué tuve ganas de regalarle una pijama. Me gustaban elegir ropa de dormir. Estaba cansada. Ahora lo miro como un presagio de interminables días usándola. Ya en el camino, en el taxi, había muy poco tráfico y llegamos en unos minutos. Me recibieron caras de cansancio y algo expectantes por los noticieros. Cené escuchando versiones de lo que pasaba y nos despedimos sin saber que no volveríamos a reunirnos en mucho tiempo. Continuaré...
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AutoraEscritora, docente universitaria, traductora e investigadora. También se ha desarrollado en el campo de la música y las artes escénicas de la mano de artistas y grupos artísticos como Clavo y Canela (2000), Trópico de Cáncer (2004), El Kolectivo (2012) Teatro Carilimpia (2014) y Mar Alzamora-Rivera (2015) Archivos
Julio 2022
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